EL PUENTE ESTÁ QUEBRADO

Colapsó el puente El Alambrado y, en seguida, la ANI nos dejó saber que la tercera parte de los puentes del país está en estado crítico y que su intervención podría costar alrededor de 1.5 billones de pesos. Sin perjuicio de a quién le corresponda asumir este costo, lo cierto es que, hacia el futuro, debemos evitar que las nuevas obras que entren a conformar la infraestructura del país engrosen ese alarmante 35%.

Las normas de contratación estatal se dirigen a que el Estado escoja la oferta más favorable, pues ese es el móvil para la satisfacción de las necesidades de la comunidad, entre otras, la de transitar por puentes que no se caigan. Desde hace algunos años, la ley prefirió criterios técnicos y económicos sobre otros para calificar la propuesta más ventajosa. En últimas, la ley incorpora un modelo de optimización, que utiliza los recursos disponibles para alcanzar el resultado más eficiente. La obra misma es, entonces, el centro de gravedad dentro de dicho modelo.

Ello debería resultar en seleccionar contratistas con experiencia y conocimientos en proyectos con altísimos  estándares de calidad y, así mismo, con acreditada capacidad financiera para ejecutarlos de manera eficaz.

En este sentido, quizás no sea este el momento para flexibilizar los requisitos técnicos y financieros exigidos hasta ahora. Ante la evidencia de un estado crítico de la infraestructura construida bajo los parámetros de selección objetiva, se multiplican los interrogantes sobre una eventual desviación hacia una contratación que favorece factores subjetivos de selección.

Y es que esta es precisamente la propuesta de las asociaciones público-populares que trae el Plan Nacional de Desarrollo actualmente debatido, mediante las cuales se adjudicarían contratos de infraestructura a “unidades de la economía popular y comunitaria”, como organismos de acción comunal o grupos étnicos, independientemente de las capacidades técnicas o financieras que ostenten. Estaríamos ante una política pública que privilegia la inclusión de estas comunidades, pero que podría poner en entredicho el fin perseguido por los contratos de infraestructura, que es, nada más y nada menos, la correcta construcción y mantenimiento de las vías.

No parece recomendable propiciar la improvisación en el desarrollo de la infraestructura. El interés general tiene mucho en juego —desarrollo de la agroindustria, impulso del turismo, accesibilidad a las distintas regiones—, por lo que sería inconveniente instaurar una política susceptible de animar la construcción de puentes “con cáscaras de huevo”.

Para satisfacer ciertos fines sociales, que ciertamente merecen ser atendidos, como la inclusión y la igualdad, existen otro tipo de herramientas de política pública, o contratos estatales con este preciso objeto, de los que no depende la estabilidad y transitabilidad de obras de infraestructura esenciales para el desarrollo de las distintas poblaciones locales y regionales. Pero transformar la finalidad y la metodología de los contratos estatales, de manera general, es un cambio que puede generar consecuencias desproporcionadas para el interés general.

La invitación es entonces a que volvamos a lo básico. Volvamos a que el objeto de los contratos de infraestructura, más allá de las sofisticadas figuras que hemos desarrollado para acompañarlo, es que la vía quede bien hecha y perdure en el tiempo, de manera que las personas puedan transitar con tranquilidad. Las propuestas de cambio demandan un alto grado de  responsabilidad y, en este caso, lo esencial debe seguir siendo el correcto desarrollo de las obras públicas. De lo contrario, recordaremos con más frecuencia el famoso cántico infantil, lamentándonos por haber perdido el foco en la contratación estatal.

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