El costo social de las acciones populares

Los bogotanos nuevamente nos topamos con la noticia de la suspensión de la licitación de la obra del corredor de la Carrera Séptima. Y, nuevamente, en virtud de una medida cautelar en una acción popular. Al margen de la discusión sobre los poderes del juez popular o de los fundamentos de esta particular decisión, esta situación – que ya es repetitiva – fuerza la pregunta de si conviene que, por medio de acciones populares, los ciudadanos podamos detener contrataciones estatales lícitas con las que no estamos de acuerdo.

Según el Análisis Económico del Derecho (Cooter and Ulen), el uso eficiente de los recursos maximiza la riqueza de una nación. Esto, en términos castos, se refiere a que el resultado eficiente es aquel que genera la mayor riqueza para la sociedad en su conjunto (valor social), independientemente de a quién pertenezca, o quién deba asumir los costos asociados. Así pues, la teoría explica que es fundamental que, en mercados evolucionados – en los que los costos de transacción son tan altos que desincentivan los intercambios –, las normas se encarguen de tal asignación eficiente. Para tal efecto, la ley debe ser clara y los resultados de las controversias, fáciles de predecir.

Nuestro Estatuto General de Contratación Pública (EGCP) asumió, quizás inconscientemente, este axioma con la consagración de los principios de planeación y selección objetiva. En realidad, la debida planeación del contrato que la entidad pretende celebrar, así como la definición clara de las reglas para escoger a quien lo ejecutará, garantizan un contexto de libre competencia en el que la entidad escoge al oferente que más valora el derecho o, en términos jurídicos, “a la mejor oferta”. Si la teoría aplica, la ejecución del negocio jurídico, debidamente estructurado y adjudicado de conformidad con el EGCP, genera valor social.

Sin embargo, desde hace un tiempo, las acciones populares se han convertido en el arma letal de quienes se oponen a la celebración de algunos contratos. Ante esta situación, valdría la pena preguntarnos – y ojalá estudiar – qué ocurre con el valor social que, en expectativa, genera este diseño institucional ante la intervención del juez popular que suspende o, incluso, revoca una licitación. Por supuesto, si lo hace con base en posibles incumplimientos al principio de planeación o selección objetiva, no pareciera haber destrucción del valor social, precisamente porque el valor presupuestado por la norma no estaría llamado a producirse con un contrato deficientemente estructurado.

Ahora, si son otras las razones que fundamentan la suspensión o revocatoria pareciera, a primera vista, que esta intervención judicial, en realidad, genera costos sociales. Así, no sólo no habría una maximización del valor social, sino que la sociedad estaría asumiendo pérdidas.

El corredor de la Séptima, cuyas dos licitaciones han sido suspendidas por decisiones del juez popular en los últimos cuatro años, es un simple caso de estudio que podría demostrar, eventualmente, estos efectos. En esta ocasión, el juez popular suspendió una de las licitaciones en las que ya tres proponentes habían presentado oferta. Y sobra resaltar que la estructuración y preparación de ofertas implica altísimos costos que, independientemente de quién los deba asumir, o si pueden constituir daños resarcibles, son costos sociales, de aquellos que deberíamos intentar evitar.

Creo, pues, que un estudio de esta cuestión es necesario. A lo mejor concluyamos que este uso de la acción popular, que ataca la función lícita de contratación estatal, es una alternativa que, en lugar de fortalecer la maximización de valor dispuesta en la ley, tal vez genera mayores costos sociales de los que estamos dispuestos a asumir.

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