La sanción administrativa no tiene cara de cheque

Hace pocos días circuló un borrador de reforma a la ley de servicios públicos, que aún no ha sido formalmente tramitado ante el Congreso y que el Gobierno Nacional ha reivindicado en forma de documento no terminado. El Superintendente de Servicios Públicos Domiciliarios manifestó en un comunicado de prensa que la reforma despierta “ansiedad” y que, cuando se trata de las iniciativas del actual Gobierno, “la discusión ha estado marcada por el alarmismo”. Yo coincido con esta observación, pero no sólo por el criterio que se utilice en el diseño del modelo de servicios públicos, sino porque el proyecto de reforma tiene efectos colaterales sobre la idea que tenemos de la sanción administrativa, cuya lógica aplica no sólo a la prestación de servicios públicos.

De forma paralela a la discusión central para lograr la justicia tarifaria, el proyecto es ambicioso en cuanto a las capacidades correctivas de la Superintendencia de Servicios Públicos Domiciliarios (“SSPD”) frente a las empresas que vigila. En efecto, en el borrador aparece la posibilidad que tendría la SSPD de multar a personas jurídicas por valores que alcanzarían los 130 mil millones, “a favor del Fondo Empresarial creado por la Ley 812 de 2003”. La destinación específica que trae el borrador podría convertirse en un incentivo para que la SSPD ponga mucho empeño en castigar. Y esto no sería tan claro de no ser porque la financiación del Fondo Empresarial tiene su propia historia.

Ocurre que en el año 2019 ya se había tratado de “fortalecer” el Fondo Empresarial con la denominada “contribución adicional”, la cual debían pagar las empresas vigiladas por la SSPD como parte de su carga impositiva. Sin embargo, la Corte Constitucional declaró inexequible la norma que establecía dicha contribución adicional, en lo fundamental, porque la mayoría de las empresas de servicios públicos del país no recibían ningún beneficio de las actividades encaminadas al apoyo económico de empresas en toma de posesión (como era el caso de Electricaribe).

Pues bien, la construcción del derecho administrativo sancionatorio no ha sido del todo fácil y no es momento de desviar el camino. En épocas y lugares en que la democracia fue frágil, el derecho administrativo sancionador ocupó un lugar especial dentro de la agenda política del momento. Puedo aceptar, aunque sea con algo de crudeza, que los motivos de ello eran apenas obvios: los proyectos políticos de ese estilo tenían a su alcance una herramienta de sometimiento hecha a su medida, pues podían imponer castigos sin tener que invitar a los jueces, ni cumplir con las exigentes garantías del derecho penal.

En nuestros días y con nuestra Constitución, los particulares ciertamente pueden ser privados de un derecho cuando se les impone una sanción administrativa, tal y ocurre con la desmejora patrimonial por el pago de una multa. Esto encuentra su razón de ser en el orden público y en la eficacia de las funciones de las entidades administrativas. Aun así, el poder de imponer sanciones no está disponible a la voluntad de quien lo ejerce. El incentivo de las sanciones no debería ser de orden económico, pues está de por medio el sacrificio de los intereses individuales de un sector de la economía, quienes se verían expuestos a una mayor carga represiva. Con todo, no debemos perder de vista que la racionalidad de la intervención estatal en nuestro modelo de Estado respeta la libertad económica y que sería un error dirigir la asignación de recursos con una falsa tensión entre eficiencia y castigo.

Fuente: La República

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