El cliente que falta en el portafolio: el Estado

Ocurre con desafortunada frecuencia que las entidades públicas destinan recursos para adelantar procesos competitivos de selección que terminan adjudicando el contrato al único oferente que participó o declarándolos desiertos porque ningún oferente cumplió los requisitos mínimos establecidos en el pliego. En ambos casos, la eficiencia de la contratación pública se ve comprometida. Más allá de consideraciones formales sobre la viabilidad jurídica de estas situaciones, es razonable suponer que en el mercado podían existir otras opciones más ventajosas, o bien otros contratistas idóneos que no participaron en el proceso de selección.

Un empresario puede instruir al departamento de compras para contratar un servicio que llamó su atención, confiando en que beneficiará el negocio. Aunque en el mercado existan opciones más económicas, que ofrezcan algún valor agregado o con mejor soporte técnico, la intuición del empresario influye en la toma de decisiones de la compañía. Desde luego, lo natural es que una buena parte de las estrategias comerciales diseñadas para el sector privado incorporen componentes emocionales para intentar cautivar esa intuición de los empresarios.

No ocurre igual en las estrategias de venta que tienen al Estado como comprador potencial, pues su lógica es casi opuesta. Allí no se apela a la intuición del ordenador del gasto, salvo en casos excepcionales. Por regla general, el Estado selecciona contratistas de manera objetiva, siguiendo reglas y procedimientos que, en lo fundamental, buscan (i) verificar que los oferentes sean idóneos y (ii) asegurar un cotejo estructurado de ofertas para seleccionar aquella que sea más favorable para satisfacer la necesidad de la entidad contratante. Las ventas al Estado exigen, entonces, procesos reflexivos y metódicos.

Por ello, afinar las estrategias comerciales es clave cuando la segmentación del público objetivo comprende a entidades del Estado. Tales estrategias deben diseñarse con un enfoque táctico que permita al proponente calibrar sus capacidades reales frente a las exigencias de cada proceso de contratación. En efecto, la competencia se basa en criterios técnicos y económicos que la entidad pública fija tras un ejercicio de planeación y que deben contrastarse con la estructura operativa y financiera del proponente, su experiencia demostrable y su capacidad para sostener precio y calidad.

La intuición pasa a un segundo plano en un escenario en el que interactúan “reglas objetivas, justas, claras y completas” con “ofrecimientos de la misma índole” (Art. 24, Ley 80 de 1993). Aquí se requiere, más bien, que los potenciales contratistas del Estado estructuren un plan de trabajo comercial con agudeza, precisión y orden.

Quizás sea cierto que existen empresarios “especializados” en sortear las barreras de entrada de la contratación pública. Sin embargo, el alto número de procesos con único oferente o declarados desiertos debería servir como un estímulo para las empresas que ya ofrecen bienes y servicios de calidad en el sector privado. Si es posible atenuar algunos sesgos que rondan la contratación estatal (corrupción y burocracia, los más comunes), a estas empresas sólo les faltaría ajustar una estrategia comercial eficaz, focalizada en el sector público. Con la implementación de una adecuada metodología de venta, estas organizaciones podrían obtener significativos réditos al incluir a las entidades públicas, tanto del orden nacional como del territorial, dentro de su portafolio de potenciales clientes. En últimas, la realidad muestra un escenario favorable para aprovechar las oportunidades que hoy están siendo desperdiciadas.

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